The Circus of Beauty

G. Gallery. Séul, Corea del Sur. 2018

Starsky Brines ha desarrollado un universo mixto y abigarrado, habitado por personajes fantásticos que escapan de lo usual o convencional e instauran una nueva y oscura normalidad. Sus híbridos provienen de alguna zona incierta donde lo raro es la regla. En sus rostros se agolpan elementos masculinos, femeninos, humanos y animales. Incluso, las acciones que realizan, o perpetran, se tornan ambiguas. El pintor nos invita a participar de un juego de roles en el cual lo real y la apariencia se confunden, lo que se dice es insinuación constante de otra cosa y la mueca aparece por la deformación de los gestos cotidianos. De este tránsito entre realidad y artificio surge una desestabilización inquietante, perdida la mesura, caemos como Alicia en el precipicio de la interrogante que plantea cada imagen: ¿estamos frente a alguna fábula, nunca planteada de manera literal, que dice algo de la sociedad y de nosotros que no queremos o aceptamos ver? He aquí la belleza de la propuesta de Brines, la posibilidad de acceder a cierto grado de verdad desde el extravío y la ausencia de certezas.

En The Circus of Beauty, su nueva serie, el autor mantiene ese tenso juego de relaciones entre lo dicho y lo insinuado, pero también entre un interés estrictamente pictórico y cierta necesidad de referir elementos o circunstancias de la realidad. El circo parece funcionar como metáfora de nuestra existencia, una arena circular que agrupa seres improbables que desde su particularidad y extravagancia representarían nuestros conflictos cotidianos. Esos rostros deformados que nos miran se descubren como parte de un pacto de ilusionismo en el que aceptamos representar algún papel. Frente a frente, el otro que a primera vista no parece ser como nosotros, nos interpela con su alteridad trastornada y familiar, un cuarto lleno de espejos que nos devuelven nuestro propio horror en un cuerpo ajeno. Equilibrismo, trucos y mascaradas forman parte de una convención temporal que Brines instala bajo el resguardo de una gran carpa para inducir, como en el carnaval, la catarsis. Caos sincronizado, el peligro programado y el suspenso del acto circense oscilan sobre la leve pero real posibilidad de que aparezca el error o el accidente, que la careta caiga en medio del show y descubramos que en lugar de un acto de distracción, presenciamos nuestra propia y festiva prisión. Que, detrás del ruido y la risa, se ensanche la tangible obscenidad del desastre.

 

Pero no es únicamente aquello que dice el cuadro, es también el modo en que lo hace. Lo que creemos ver no es la verdad toda, es apenas un fragmento. Participamos de un pacto en el cual el principal compromiso no es otro que la propia pintura. Ya sea resuelta materia, dibujo o collage, la obra es siempre el mismo lenguaje, regido por una serie de códigos que Brines desarticula y vuelve a estructurar cada vez. Aquí, el retrato y las escenas de circo, tan apreciados por otros artistas a lo largo de la historia, son la excusa para un dilatado y audaz empleo del color. Así incorpora la retícula, la mancha o el trazo que contiene los distintos planos, incluso al vacío. Además integra la palabra, legible o tachada, como signo que ofrece pistas de lo que sucede en la tela, pero que ante todo cumple una función crucial dentro de la composición.

La obra es también un sutil homenaje a icónicas figuras de la historia del arte, guiños casi imperceptibles para el espectador desprevenido pero en ocasiones mucho más evidentes. Vincent Van Gogh aparece tímido en la sutil flor que corona la cabeza de una graciosa muchacha, y luego estalla en su impecable vestido. David Hockney, en uno de sus tantos autorretratos, posa con un cigarro mientras a su espalda se rearma una colorida estructura cubista. Y por supuesto Arturo Michelena, el mayor pintor venezolano del siglo XIX y autor de la que sea probablemente la referencia más importante que tiene la pintura venezolana sobre el tema: Escena de circo, de 1891. La escena, las poses e incluso las ropas que visten los personajes de la obra de Michelena son reinterpretados por Brines en modo contemporáneo, renovando la pincelada y el simbolismo de la obra citada, para desplegar el alto nivel alcanzado en la pintura con soltura y fuerza neoexpresionista, sin obviar el consciente bagaje analítico y conceptual que requiere hoy la pintura.

Estamos definitivamente ante una obra importante que se mueve en múltiples direcciones, con intenciones no siempre evidentes a primera vista y que nos invita a profundizar en sus diversos niveles de interpretación. La oportunidad de reconocernos a través de ella es una invitación que no debemos rechazar.

Richard Aranguren

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